Distintas familias sobrevivientes de femicidios deciden recordar a sus hijas mediante murales artísticos que reflejan sus rostros, sonrisas, objetos queridos, y leyendas que reclaman el fin de la impunidad. De Carla Soggiu en Pompeya a Iara Rueda en Jujuy, pasando por la Mar del Plata de Lucía Pérez, Luna en Tigre, Cecilia Basaldúa en Núñez, Katherine Moscoso en Monte Hermoso: formas de transformar el dolor en arte, imprimir la memoria y mantener el recuerdo vivo en el espacio público. Por Anabella Arrascaeta

En los barrios donde vivían, en la plaza donde se sentaban a tomar mate o en la escuela donde cursaban el secundario. Sonriendo, con sus perros, con auriculares escuchando música. Los ojos que interpelan. Rodeadas de flores, de frases que las recuerdan.
En distintos territorios del país las paredes son un grito que lleva los rostros de quienes fueron víctimas de la violencia femicida.
“Es mantener viva la memoria”, dice Marta, mamá de Lucía Pérez desde Mar del Plata. “Es transformar, con arte, al dolor en lucha”, sostiene desde Tigre Marisa, mamá de Luna Ortiz. “Es para que la gente del barrio no la olvide”, avisa desde Monte Hermoso Ezequiel, tío de Katherine Moscoso.

La memoria viva

En Mar del Plata, la ciudad donde Lucía Pérez nació y donde la mataron cuando tenía 16 años, su familia inició una serie de murales con su mirada. Cada vez que Marta, su mamá, vuelve en colectivo del hospital donde trabaja de enfermera se encuentra con los ojos de su hija desde lo alto de la torre del gimnasio de su escuela, donde Lucía cursaba quinto año, y frente a la que los femicidas vendían impunemente drogas a menores.
“La mirada de Lucía es parte de la lucha que llevamos desde hace seis años, por ella y por tantas Lucías que todavía no tienen justicia y por las que seguimos luchando”, dice a MU, y sigue: “Es mantener viva la memoria. Para quienes la queremos es muy importante tener la memoria viva, que Lucía esté con nosotros”.
El mural de la escuela fue el primero, siguieron más: en las paredes de la Universidad Nacional de Mar del Plata, en el espacio cultural comunitario “La Vía Orgánica” de la ciudad costera, y kilómetros más lejos, en MU Trinchera Boutique, la casa de Cooperativa lavaca, desde donde se hace esta revista. La mirada es la misma que se ve en El Cuarto de Lucía, la instalación artística que reproduce fielmente la habitación de la joven.
Dice Marta: “Con su mirada, ella está preguntando qué están haciendo con nosotras, por qué hay cada vez más muertas, y qué es también lo que no ve la gente, porque el compromiso del otro es la única manera para cambiar esta realidad tan siniestra que tenemos”.

Que el barrio no olvide

Desde otro territorio, la mirada de Katherine Moscoso también interpela. Es en Monte Hermoso, un pueblo bonaerense de 8.000 habitantes, en las paredes del monoblock número 9 en el barrio FONAVI, donde vive su familia. Katherine está dibujada con auriculares y sentada en una hamaca, su tío Ezequiel dice: “Para que no se olvide la gente del barrio, teniendo en cuenta que todavía no se ha hecho justicia, es para que la llevemos en la memoria”.
Katherine tenía 17 años cuando fue enterrada viva en un médano a dos cuadras de donde hoy está el mural: su cuerpo apareció luego de una semana de búsqueda.
En Palpalá, Jujuy, a 1.686 kilómetros de la capital argentina, hay un mural que recuerda a Iara Rueda, 16 años. Ese territorio tuvo que transformarse en una pueblada para que el Estado la busque, la encontraron en medio de un sospechoso corte de luz, donde la comunidad ya había buscado.
El mural que recuerda a Carla Soggiu la muestra sonriendo. “Madre, hija y vecina del barrio Nueva Pompeya”, dice sobre una pared en el límite de la ciudad de Buenos Aires, el marco del dibujo es de color violeta, el preferido de Carla. En el mismo barrio, donde fue víctima de una cadena de violencias que terminó en su muerte, el día que hubiese cumplido 35 años se pintó otro mural, que exige verdad y justicia.

Los más chicos

Las mismas palabras, “verdad y justicia”, se repiten en el mural de Cecilia Basaldúa, en el barrio porteño de Núñez, donde su familia aún vive. Al lado del rostro de la jóven mochilera se lee “vivas nos queremos” y una pregunta que todavía está pendiente de respuesta: “¿Qué pasó en Capilla del Monte?”, donde fue asesinada.
Es que todos los rostros que en estos murales se muestran aún batallan contra la impunidad y esperan justicia. Lo mismo ocurre con Luna Ortiz. El primer mural que la recuerda se pintó en 2018, por iniciativa de docentes y alumnes de la escuela primaria N° 52 de Benavídez. Queda a la vuelta de la casa donde vivía, frente a la plaza donde Luna se sentaba con sus amigas. Dice Marisa, su mamá: “Para nosotros es importante poder limpiar su memoria a través del arte. Con el arte los alumnos de la escuela expresaron cómo recuerdan a Luna”. En una parte del dibujo se la ve jugando con su perro, en una esquina está su rostro y se grita “presente”.
Marisa evita muchas veces pasar por la plaza donde está el rostro de su hija, verla la conmueve. “A todos los que van a la plaza les llaman la atención los dibujos, a los niños más porque fue hecho por otros niños, a mí me cuesta ir porque es donde ella iba, donde se sentaba con sus amigas. Pero hace unos días pasé y vi a un nene mirando el dibujo y un papá hablándole. Cuando al rato volví a pasar el nene estaba acariciando el dibujo de Luna. El mural significa eso: poder transformar con arte, el dolor en lucha, es hablarles desde las paredes a la conciencia y la memoria de una sociedad”.
El arte para señalar ausencias que duelen.
Las miradas para marcar rumbos.
Las palabras que son caricias.
Y las paredes del barrio, tatuadas de memoria.

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