Informe abril 2023
Dos madres integrantes de la Asamblea Nacional de Familias Víctimas de Femicidios y Desapariciones se presentaron en un local porteño para desautorizar que referentes de Ni Una Menos hablen del “caso” Lucía Pérez cuestionando a la adolescente y defendiendo a sus victimarios. El extractivismo académico que se apodera de luchas ajenas y pretende hablar por ellas, frente a familiares que enfrentan los femicidios que involucran lo narco, lo policial y lo judicial. La herencia de los organismos de derechos humanos y el saber de la resistencia. Por Claudia Acuña, Florencia Paz Landeira y Anabella Arrascaeta.
1. Tramas: violencia e injusticia
La muerte violenta es un elemento clave en la configuración de territorios periféricos y de la vida de las poblaciones empobrecidas y subordinadas por variados marcadores de estatus y desigualdad. Como experiencia cotidiana o amenaza latente, la violencia extrema surca los barrios y dibuja mapas de dolor, peligro e impunidad.
Así, y en cartografías determinadas, la muerte se convierte en sentencia social constituida por intersecciones entre género, clase, racialidad y edad, que precariza la vida de forma continua y configura particulares formas subjetivas y afectivas de existencia.
En nuestro país y en nuestra región, esos territorios se caracterizan por la carga de una sedimentación histórica de explotación y despojo. La colonialidad de la violencia, lejos de corresponderse con un evento de acumulación originaria localizado en un pasado remoto, persiste en el proceso continuo de lo que David Harvey llamó “acumulación por desposesión”, ya que “anuncia y funda nuestra identidad presente” tal como define Tzevan Todorov. Desde esta perspectiva, la depredación y la violencia no se corresponden a una etapa originaria del capitalismo, sino que son consustanciales a él.
Así, las sociedades fundadas sobre los 70 millones de cadáveres que sembró “el mayor genocidio de la Historia humana” (la afirmación es otra vez de Todorov) se han definido sobre los pilares de la negación y la tergiversación académica, para asimilarlas a los modelos hegemónicos. Sin embargo, sus características son propias y por eso mismo su análisis requiere esfuerzo, complejidad, creación, hasta “encontrar nuevas interdicciones”. Nuevamente, Todorov: “Esos Estados, ciertamente modernos en tanto que no se les puede asimilar ni a las sociedades con sacrificio ni a las sociedades con matanza, reúnen sin embargo ciertos rasgos de las dos, y merecerían la creación de una “palabra-valija”: son sociedades con sacrifitanza. Como en las primeras, se profesa una religión de Estado; como en las segundas, el comportamiento está fundado en el principio karamazoviano del “todo vale”. Como en el sacrificio, se mata primero en casa; como en el caso de las matanzas, se disimula y se niega la existencia de esas muertes. Como en aquel, se elige individualmente a las víctimas; como en estas, se las extermina”. Se trata de sociedades que, a la vez, se definen también por la inestabilidad institucional producida por los continuos embates asestados por la resistencia, nutrida desde la experiencia vital y la memoria oral de las periferias.
De acuerdo a lo que desde el Observatorio Lucía Pérez estamos documentando, es en este entramado decolonial de explotación de cuerpos y territorios y escenarios de resistencias que debemos situar y comprender renovadas formas de la violencia de género y, en particular, de lo que hemos llamado “femicidios territoriales”.
2. Narco, femicidios y territorios
Los femicidios territoriales refieren a aquellos que se inscriben en tramas de impunidad institucional forjadas al calor de Estados narco-policiales, asociadas a su vez a nuevas formas de militarización de la vida social. Sus víctimas son pibas de sectores populares y racializadas y sus crímenes implican la participación y responsabilidad de las fuerzas de seguridad, de sectores del Poder Judicial y del Servicio Penitenciario todo. Impregnan así al aparato institucional que debería dedicarse a combatir, prevenir e investigar esos crímenes. Lo tornan cómplice, violento, inútil.
Lo narco –aun a riesgo de aparecer como una variable explicativa abstracta como lo fue el “neoliberalismo”– se impone en la actualidad como una dimensión central a indagar para comprender las formas contemporáneas de gobernar y regular la vida y la muerte y también de codificar nuevos guiones de género y sexualidad en estos barrios. En la medida en que se profundizan exclusiones y privaciones y la muerte se mercantiliza y espectaculariza, es necesario atender a qué éticas y estéticas se propician y legitiman y a cómo afectan y redefinen las relaciones de género.
Es necesario, entonces, enfrentar el desafío de describir “lo narco” como máquina de poder que arrasa con la institucionalidad de las sociedades latinoamericanas, cualquiera sea el grado de desarrollo y estabilidad alcanzado.
En primer lugar, “lo narco” genera, según las Naciones Unidas, entre 400 y 600.000 millones de dólares al año, suma equivalente al 10% del comercio global. Es decir que tiene una arrolladora capacidad cash de controlar las inestables economías nacionales.
Su forma de organización es la misma que la de las corporaciones globales: delega las funciones de producción, distribución y comercialización en infinitas redes locales perfectamente jerarquizadas y territorializadas, pero extendiendo de manera explícita los conceptos de “producción”, “distribución” y “comercialización” de las mercancías a la fabricación serial de crímenes, violencias y corrupción.
“Lo narco”, entonces, en su forma territorial será “menudeo” porque el modelo de organización así lo dispone: el eslabón más expuesto será siempre el más desjerarquizado.
Otra característica la define la Procuración Nacional en su informe “Narcocriminalidad y género”: “lo narco” se encuentra atravesado “por condicionantes estructurales como el género, la raza, la clase, entre otros aspectos, que dan forma a los distintos escenarios en los que se despliega. Tener en consideración estos factores es fundamental para comprender cómo se articula el fenómeno: a qué actores involucra, en qué lugares de despliega, bajo qué modalidades, etc.”.
Geopolíticamente “lo narco” funciona como un misil destinado a impactar en los territorios que crían resistencias: el sur, las periferias.
3. Producción de impunidad
Los feminismos históricamente han contribuido a generar nuevas formas de pensamiento y acción política. Así, la teoría feminista ha creado desde la práctica nuevos vocabularios para nombrar e imaginar mundos actuales y posibles. En esta tradición crítica y experiencial nos situamos al proponer la categoría de femicidios territoriales para nombrar la complejidad y la singularidad de estos crímenes, que no se corresponden con el modelo del “femicidio íntimo” y que requieren de análisis situados y contextuales de las violencias ordinarias en que se inscriben y que funcionan como sus condiciones de posibilidad. Se trata, entonces, de una forma de politizar estas muertes y de pensar en situación “lo narco”.
En estos crímenes, el femicidio emerge como un evento que habla de jerarquías de género y de un continuo de violencia patriarcal, pero también devela otros mecanismos y procesos entrecruzados de precarización de la vida, mercantilización de la muerte, destrucción de redes y capacidades de resistencia y ocupación y saqueo de la estructura institucional.
Como venimos sosteniendo, los asesinatos de Araceli Fulles, Iara Rueda, Lucía Pérez, Luna Ortiz, Cecilia Basaldúa o Melina Romero condensan justamente lógicas específicas de producir el territorio. Es en estos escenarios donde se revela que la violencia tiene un carácter ubicuo y también productivo, en cuanto que genera formas de vivir y de imaginar la vida en común. Por eso mismo es en esos territorios, concretamente y hoy, donde (nos) preguntamos:
¿Qué representa la búsqueda de justicia?
¿Cómo establecer una relación entre la(s) violencia(s) de género, las reparaciones sociales y las prevenciones imprescindibles para garantizar la vida?
¿Cómo “recortar” una muerte –singular, con nombre y apellido– de este flujo continuo de brutalidad y saqueo?
¿Cómo establecer las fronteras de un “caso” y codificarlo en términos de responsabilidad y rendición de cuentas individual, de acuerdo a la racionalidad jurídica dominante?
¿Cómo construir justicia frente a maquinarias aceitadas de producción de impunidad?
4. Activismo de familiares y el saber de la resistencia
Sabemos que allí donde hay violencia extractivista, hay también renovadas formas de defender y sostener la vida colectivamente. La búsqueda de justicia por estos femicidios territoriales está encarnada principalmente en los y las familiares de las víctimas. Agrupadas en asambleas de familiares, producen saberes especializados en los mecanismos de la violencia patriarcal territorializada y en las lógicas y trampas del Poder Judicial. Sus historias forman parte de una historia más amplia de nuestro país en la que el parentesco se ha constituido en una vía y un lenguaje de politización y de demanda, en especial frente a crímenes con participación estatal-policial.
Las familias víctimas de femicidios y desapariciones en la mayoría de los casos cargan sobre sus propios hombros la responsabilidad de investigar qué pasó y de recomponer la historia detrás de la muerte. Desde el dolor y la pérdida, desafían el silencio y los obstáculos para el acceso a la justicia y se implican en formas activas de reconstrucción de pistas, lógicas y testimonios que vuelvan a cada uno de estos femicidios inteligible –aunque no por eso más tolerable– y enjuiciable. Aprenden unas de las otras, acompañándose en los trámites judiciales y audiencias institucionales e intercambiando datos, información y sentires en un espacio que crearon en el Encuentro Plurinacional de Mujeres, Trans y Disidencias realizado en San Luis en 2022. Allí las escuchó en su primera asamblea pública la actual ministra del área, Ayelén Mazzina, lo cual hoy les facilita en algo la comunicación con algunas instancias institucionales del Ejecutivo. Hasta mayo de este año, la Asamblea Nacional de Familias Víctimas de Femicidios y Desapariciones reunía 29 grupos familiares, todos relacionados con femicidios territoriales.
Se trata de familias obreras, todas, que en su gran mayoría cuentan con una rica cultura de resistencia –por su experiencia previa sindical o ligada al movimiento de derechos humanos– que tienen herramientas para identificar las maniobras que construyen la impunidad del crimen de sus hijas, pero también para articular la red social capaz de sostener su batalla durante todo el tiempo que demanda en nuestras sociedades obtener verdad y justicia. Un ejemplo: la familia de Natalia Melmann. Tras 22 años de constante reclamo judicial, social y comunicacional logró que se realice el juicio oral al cuarto policía implicado en el femicidio de su hija. Todavía falta llevar ante la justicia al quinto, que la familia sabe que es un comisario. Consideran que tardará otra década. El proceso judicial cumplirá tres veces los años de vida de su hija: cuando fue secuestrada, violada, torturada y asesinada Natalia tenía solo 14 años.
La conciencia de esta escala de tiempo es para estas familias una realidad en base a la cual planifican acciones, dosifican recursos y construyen vínculos. Una conciencia –o sabiduría– que sorprende solo si no se tiene en cuenta el capital aportado por el movimiento de derechos humanos a la lucha por verdad y justicia. Se trata de un saber social, el piso desde el cual las periferias comienzan su largo, lento y sostenido andar hacia los centros de poder, de decisión y de legitimación de sus causas y sus luchas. Un camino que es imposible recorrer y soportar sin el acompañamiento social que caracteriza a estas causas y a este movimiento, en su constante ocupación de los espacios públicos de poder: tribunales, plazas, calles. Ejemplos: la familia de Iara Rueda sostuvo una movilización cada martes y durante dos años hasta llegar al juicio oral; la Campaña Nacional Lucía Pérez hermanó durante los últimos siete años a más de 80 organizaciones sociales –sindicales, de derechos humanos, políticas, feministas, barriales, etc.– y en la apelación que logró anular el fallo que dejaba impune el femicidio se presentaron 55 amicus curae de universidades, organismos de derechos humanos, centrales sindicales, etc. Así, cada caso implica una red social que no solo acompaña en las acciones y reclamos callejeros si no también participa de las instancias judiciales como parte.
5. Un nuevo “algo habrá hecho”
Estos procesos colectivos que las familias emprenden en busca de la justicia parten de reconocer lo opresivo y excluyente del Poder Judicial. Lo enfrentan entonces como un terreno de lucha y fundamentalmente una instancia desde donde dejar expuesta la responsabilidad estatal sobre estos crímenes.
En un primer momento este nuevo actor social constituido por las familias tuvo que enfrentar la humillación patriarcal hacia las víctimas expresada por los medios de comunicación, que relatan estas muertes en términos de “malas víctimas”. Los potentes y sostenidos reclamos sobre estos relatos estigmatizadores lograron cambios significativos. Sin embargo, en los últimos tiempos han sido reemplazados por una operación comunicacional que parece destinada a impulsar confusión y desmovilización.
Esta nueva maquinaria discursiva parte de algunos pilares/lugares comunes que sostienen al progresismo, como por ejemplo:
Antipunitivismo: exigir respuestas en el sistema de justicia penal es señalado por un grupo minoritario y clasista de la academia de género como sinónimo de punitivismo, confundiendo con argumentos esnobs las instancias de pena y de encierro.
Libertad sexual: los crímenes producidos en contextos de consumo de sustancias prohibidas son presentados como consecuencias de relaciones consentidas, equiparando así los intercambios afectivos –frecuentes u ocasionales– con los impuestos por las relaciones asimétricas que se establecen en esos territorios entre dealer adulto y consumidora menor de edad.
Vulnerabilidad social: los argumentos sobre las condiciones de raza y clase se trasladan de la víctima al victimario. Mientras que a la víctima se la representa con groseras pinceladas biográficas, a su asesino se lo justifica describiendo los mecanismos sistémicos que forjaron su destino homicida.
Cualquiera de estos argumentos, incluso todos juntos, aplicados exclusivamente sobre femicidios territoriales son el punto de partida de los mecanismos de producción de verdad que este sector –que se presenta como el poseedor del saber informativo, académico y feminista– impulsa para negarles la condición de femicidios y para restablecer así el poder deteriorado por la evidencia que estos crímenes dejan social, institucional y políticamente en claro. Se trata, concretamente, de un régimen de verdad, tal como lo define Eric Sadin, “que ya no está relacionado con la exactitud de los hechos sino con la jerarquización de la mirada”.
6. Qué justicia
La proclamación de una “justicia feminista” es la gran promesa pendiente del movimiento en general y de la academia de género en particular.
El eslogan vacío hoy es deuda.
Comencemos entonces por reconocer la obligación de definir este imaginario de “justicia justa”. En ese desafío hemos analizado la experiencia de nuestras amigas de Mujeres Creando, en Bolivia, y su oficina Mujeres en Busca de Justicia, desde donde han logrado –con la cantidad de casos abordados y la solidez de los equipos legales– construir una instancia real de mediación de conflictos legales, mucho más eficaz que el Poder Judicial.
A partir de ese trabajo concreto, hemos establecido algunas pautas de construcción de ese horizonte:
Esa “justicia justa” que debemos imaginar debe comenzar por posicionarse frente al Estado: si venimos señalando desde hace años que el Estado es responsable, no podemos tan fácilmente desligarlo de sus responsabilidades para garantizar los procesos de búsqueda de verdad y de justicia.
También debemos posicionarnos frente al aparato judicial: la necesidad de continuar tejiendo alianzas situadas y pragmáticas en función de seguir imaginando y luchando por una “justicia justa” que, aunque exceda –en sus intereses, lenguajes y lógicas– al sistema judicial, no puede renunciar a dar allí también sus batallas.
Debemos posicionarnos, por último, frente a la sociedad: a su vez, estos procesos de búsqueda de justicia deben ser entendidos de forma contextuada y situada, para poder así incorporar las perspectivas y las experiencias de las familias y las sobrevivientes como parte ineludible del análisis, tal como dicta el legado del movimiento de derechos humanos argentino.
7. Quién habla
El movimiento de derechos humanos constituye un arsenal de herramientas, experiencias y saberes concretos que, sin duda, son la base fundamental para construir la justicia que necesitamos. En sintonía con la necesidad de reconocer la potencia de este legado debemos establecer también las bases conceptuales que lo definen. Surgido en Argentina hacia mediados de la década de 1970 y organizado en movimientos sociales de diverso carácter, pero notable perdurabilidad, ha sido objeto de multitud de trabajos periodísticos, testimoniales y, más tardíamente, académicos. Sobre estos señala Luciano Alonso, “de una u otra manera, describieron a grandes rasgos la formación de un sujeto social que tendría su campo de acción ‘en Argentina’. Nos encontramos entonces ante una situación paradójica: las descripciones e interpretaciones generales sobre el movimiento argentino por los derechos humanos se sostienen abrumadoramente en los estudios sobre una región particular del país –por cierto, la más importante por su centralidad política y su trascendencia en diversos sentidos– en tanto apenas se dispone de indagaciones sobre los tiempos, modos de constitución, acciones e impactos del actor colectivo en otras localidades”.
En este mismo sentido, el movimiento de familias que luchan contra la violencia patriarcal, territorial y femicida, es pensado, esquematizado y representado desde un lugar que, paradojalmente, no habitan: la Capital. Esta desterritorialización del sujeto político de estas luchas es, justamente, lo que ha permitido que el extractivismo académico no solo se apodere de sus saberes y creaciones, sino que avanzó más allá para adjudicarse la autoría de sus batallas y acciones, representándolas y hablando por ellas.
Así discurso y experiencia quedan escindidos.
Así sujeto y cambio social quedan desvinculados.
Así necesidades y voces se descuartizan.
Así los derechos se convierten en prebendas.
Así el grito Ni Una Menos se desclasa, desracializa y vacía.
8. Nunca Más
El pasado 4 de mayo, en el centro cultural de la radio La Tribu estas dos representaciones se vieron por primera vez la cara cuando referentes de uno de los tantos fragmentos en los que se dispersó el colectivo Ni Una Menos organizaron un encuentro utilizando al proceso judicial por la muerte de Lucía Pérez como “caso” paradigmático, basado en este nuevo régimen de verdad, jerárquico y desterritorializado.
Hasta allí llegaron entonces Marisa, mamá de Luna Ortiz, y Susana, mamá de Cecilia Basaldúa, en representación de la Asamblea Nacional de Familias Víctimas de Femicidios y Desapariciones para leerle a las organizadoras la siguiente carta:
“Nosotras, Familias Víctimas de Femicidios y Desapariciones, reunidas en una asamblea nacional, venimos acá a decirles claramente lo siguiente:
No las conocemos.
No las vimos nunca ni en Palpalá, ni en Villa Ballester, ni en Marcos Paz, ni en Olivos, ni en Mar del Plata, ni en Miramar, ni en Puerto Iguazú, ni en Berabevú, ni en Pehuajó, ni en Huacalera, ni en Cipoletti, ni en Lomas de Zamora, ni en San Martín, ni en Moreno, ni en San Clemente, ni en Capilla del Monte, ni siquiera las vimos acá nomás, acompañando a la familia de Carla Soggiu en el borde sur de esta ciudad. Tuvimos entonces que tomarnos dos colectivos y llegar hasta acá para verles las caras y decirles mirándolas a los ojos: no se metan con nuestras hijas, no se metan con nuestras luchas. Hablen de las suyas.
Estamos en un momento en donde está en juego el futuro. No son días para confundir a la gente con las mentiras que pretenden difundir.
No son las que más saben de ninguna causa judicial de nuestras hijas: somos nosotras, las familias, las que sabemos muy bien lo que dicen esos expedientes, foja por foja, y también la diferencia que hay entre lo que ahí está escrito y lo que realmente pasa en nuestros barrios.
Queremos dejarlo clarito: ustedes no saben más que nosotras de nuestras luchas.
También queremos decirles que tampoco somos idiotas. No estamos confundidas. Nadie nos dice lo que tenemos que hacer ni qué tenemos que decir. Aprendemos entre nosotras, las familias, y nuestras grandes maestras son nuestras hijas. Ellas nos enseñan a pelear, a ir al frente, a no callarnos la boca. Jamás hubiésemos venido hasta acá si ellas no nos hubiesen empujado, porque la lucha contra la injusticia es lo que nuestras hijas nos han inculcado. Y esto es una injusticia. Pretenden hacerle screer a quienes las escuchan que a las familias nos da lo mismo que vaya preso cualquiera, mientras el femicida de nuestras hijas queda libre.
No vamos a permitirles que sigan despreciando nuestra lucha. No vamos a permitirles que usen los crímenes de nuestras hijas para obtener vaya a saber qué: ni nos importa. Lo que sí nos importa es que hoy fue la audiencia del femicidio de Natalia Melmann. 22 años le costó a la familia llegar hasta este juicio y sentar al cuarto policía que la violó, torturó y asesinó. 14 años tenía Natalia. Falta todavía sentar en el banquillo al quinto asesino. La familia sabe que es un comisario. Pero ustedes no hablan hoy de eso. Hoy pretenden hablar de Lucía y eso es lo que no les vamos a permitir más: que se hagan las distraídas para distraer.
Hablen de ustedes: de lo que tienen que hacer para ganarse un reconocimiento, un peso, un lugar en la radio. De todo el abuso y la violencia que las rodea en la academia, en los medios y en los espacios en donde se pavonean.
O hablen de la policía, de los intendentes, de los fiscales y del servicio penitenciario, todos implicados en la impunidad de los femicidios de nuestras hijas.
Temas para opinar les sobran.
Pero nuestras hijas ni son un tema ni quieren su opinión.
Déjenlas en paz, y a nosotras no nos hagan perder más tiempo en sus pavadas: tenemos que luchar para que, en nuestros barrios, en nuestras provincias y en este país matar pibas no sea un tema opinable”.
Quedó expuesta así la tensión entre quienes hablan y quienes luchan, entre quienes representan y quienes protagonizan: la batalla por la voz propia, nada menos. O tal como lo sintetizó la asamblea No a la Mina de Esquel: entre ser Greenpeace y ser la ballena.
Superar este nuevo desafío –por síntesis, por decantación o por cualquiera de las tantas formas en las que los desarrollos sociales se cristalizan para hacer stories o Historia– es lo que marca este momento del movimiento.