La desaparición de Tehuel de la Torre, contada por Selva Almada
El paisaje barrial, de ruralidad urbana, y el entramado humano bonaerense en la desaparición de Tehuel de la Torre, ocurrida en marzo poco antes de cumplir 22 años, contado por la escritora Selva Almada. El ADN, el silencio de dos detenidos y el pedido de Norma, la madre: “Que hablen”. Bomberos, buzos tácticos, drones, perros, policía a caballo o a pie: la búsqueda sin resultados. El trap y las ovejas, los basurales, las lagunas sin agua, y las que acaso tengan algo que decir. La recorrida que permite vislumbrar el ambiente en el que se movía Tehuel. Crónica desde una geografía que sigue siendo la escena de un enigma que moviliza la pregunta: ¿Dónde está? Por Selva Almada
Las paredes de ladrillo visto, revoque grueso, chapa, madera descartada no dicen su nombre, pero un grafitti enorme a la vuelta de su casa grita: Jesucristo te ama. Las paredes del barrio donde vivió hasta el 11 de marzo, de donde salió para seguir sin volver, no se preguntan dónde está. Ni se lo preguntan las paredes de los edificios públicos del centro de San Vicente, ni los muros de las antiguas quintas, ni los paredones que rodean los barrios privados.
¿Dónde está Tehuel?
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En la plaza principal de San Vicente se realizó una marcha a los dos meses de su desaparición, una marcha que convocó a muchos vecinos y vecinas, que terminó con un montón de velas encendidas alrededor del mástil. A siete meses de esa marcha pidiendo por su aparición con vida solamente queda un afiche pegado en un poste de luz. Una fotocopia en blanco y negro, la sonrisa del chico desvaneciéndose bajo el sol. En el mismo lugar unos obreros municipales, trepados a escaleras altísimas, arman un árbol de navidad con cintas blancas y una estrella coronando la punta. Ya no quedan marcas de la cera de las velas derretidas ni las pintadas de stencil en el piso. Grupitos de adolescentes con remeras de Egresados 2021 se amontonan sobre los bancos de madera, se empujan, se ríen.
Cualquiera, todos podrían ser Tehuel.
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Para llegar a la cuadra donde viven su mamá y su hermano de 16 hay que meterse por calles de tierra. Las casas precarias se intercalan con terrenos baldíos; las construcciones de dos plantas sin terminar con viviendas tan pequeñas que parecen piezas sueltas. Algunas tienen un cerco o un tejido de alambre que las separa de la calle, que marca un límite endeble entre la vía pública y la propiedad privada. Otras se levantan como una continuación. Las alcantarillas sin entubar son arroyitos turbios, hilos de agua, remolinos de renacuajos. Las raíces de algunos árboles de monte bajo sobresalen de la tierra como fracturas expuestas. El sol pica y cuando corre un poco de viento levanta polvo. Perros costilludos salen ladrando de los fondos de las casas. Torean con la lengua afuera.
Es casi mediodía. Algunos vecinos toman mate a la sombra. Otros pasan en bicicleta con la bolsa de la compra colgando del manubrio. Una calma aparente.
La puerta de la casa de Tehuel está abierta. Una cortina oscura no deja ver para adentro. Un portón cerrado no permite el paso. Golpeamos las manos, asoma su hermanito, le preguntamos por Norma. Dice que está, que ahora le avisa.
Las vecinas, unas muchachas jóvenes, nos miran sin interés desde el patio de la casa de al lado. Se mudaron hace poco, no lo conocieron a Tehuel. El resto de los vecinos sí, todos lo querían porque era bueno y respetuoso, comedido si alguno necesitaba un mandado.
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Norma sale y viene hacia nosotros. No abre el portón ni nos invita a entrar. Hablamos, ella en su jardín, nosotros en la calle. Una conversación que se decide de a poco, que no está planeada, pero se va dando, brota de la boca de Norma. Nosotros asentimos con la cabeza, de a ratos dejamos salir alguna palabra: claro… sí… O nos quedamos callados, nuestra contribución a la charla es el silencio. No bajar la mirada cuando las lágrimas corren por la cara de la madre de Tehuel que se apura a secarlas con un dedo, que toma aire para seguir hablando.
El jueves 11 de marzo, a la tarde, Tehuel atravesó este portón luego de despedirse de Michelle, su novia, caminó esta misma calle de tierra hasta la parada del colectivo que lo llevó a la casa de Luis Alberto Ramos, en Alejandro Korn, una localidad cercana. Ramos lo había llamado para trabajar de mozo en un evento. Ese día faltaban dos semanas para el cumpleaños de Tehuel. El 26 de marzo, en vez de estar festejando sus 22 años, se organizó la primera marcha de antorchas en San Vicente pidiendo por su aparición.
Norma no estaba en la casa esos días. Se había ido a lo de una de sus hijas, Verónica, que estaba enferma, a darle una mano con las nenas chiquitas. El viernes le llamó la atención no tener noticias de Tehuel y hacia la noche le mandó un whatsapp. No tuvo respuesta, pero aunque él siempre respondía pensó que se había quedado sin crédito. El sábado empezó a preocuparse. Tehuel seguía sin responder sus mensajes. Michelle tampoco le respondió. Se dio cuenta de que la última vez que su hijo se había conectado, había sido a las 19.30 del jueves. Dos días atrás. Llamó a una amiga que vive en la cuadra, le pidió que fuera a ver si pasaba algo en su casa, que la llamara desde allí. Quien la llamó desde el celular de la amiga fue Michelle: Tehuel no había regresado, no sabía nada de él.
En ese momento empezaron para Norma la angustia, el dolor y la incertidumbre que le hacen repetir con firmeza, varias veces en el transcurso de la charla, que no va a bajar los brazos, que no va a parar hasta que le devuelvan a su hijo.
Una gatita cachorra viene desde la casa, se frota contra las piernas de su dueña, me deja tocarle la cabeza por entre los barrotes del portón. Le pregunto cómo se llama. Norma sonríe y me dice que se llama Princesa, que ahora, en la casa, solo son ella, la gata y su hijo más chico. Le pregunto si a Tehuel le gustan los animales y me dice que sí. Le gustaba todo, dice, la ayudaba. Señala el pasto crecido en el jardín y dice: si él estuviera, esto no estaría así.
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Lo que la investigación reconstruyó hasta ahora es que Tehuel llegó a lo de Ramos, estuvieron un rato allí y luego se fueron a la casa de Oscar Alfredo Montes, el otro detenido del caso. Con el celular de Montes se sacaron una foto: están los tres sentados a una mesa, hay una caja de vino, una jarra, un cenicero… Montes y Ramos en cuero, Tehuel con la gorra puesta se tapa la cara. En el allanamiento al domicilio de Ramos encontraron una mancha de sangre en la pared compatible con el ADN de Tehuel, su teléfono y su campera. Sin embargo ni Montes ni Ramos dicen qué pasó esa noche, ninguno responde dónde está Tehuel.
Que hablen, dice Norma, lo único que le pido a Dios es que hablen. Si está vivo que aparezca. Si está muerto quiere el cuerpo, enterrarlo, que haya un lugar adonde ir a llorarlo, a llevarle una flor.
Norma trabaja cuidando a una anciana. Entra a las 6 de la tarde y sale a las 8 de la mañana. Pidió estar en todos los rastrillajes. Muchas veces se va sin dormir y sigue sin dormir todo el día. Cuenta que es impresionante el despliegue: los perros, distintos tipos de perros según lo que tengan que rastrear; los drones, los bomberos, los buzos tácticos (convocados a una laguna seca); la policía a caballo, a pie.
Se peinaron varias zonas pero en ninguna encontraron un solo rastro de Tehuel.
Cada final de rastrillaje es una desilusión, estar de nuevo en cero, dice.
Norma nos dio la mano y se metió a la casa en la que falta su hijo.
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Vamos en auto buscando la casa de Ramos. Sabemos que no buscamos una casa si no un montón de escombros porque, poco después de que se encontraran algunas de las cosas de Tehuel, su sangre, en esa casa, la tiraron abajo. Andamos despacio por calles parecidas a las del barrio donde quedó Norma, en la casita pobre donde vive, donde vivieron también Tehuel y su chica y el nene de su chica por unos meses.
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Si el barrio de Tehuel tiene algo de montaraz en los árboles y las cunetas, esta zona de Alejandro Korn es una especie de ruralidad urbana. Ahí nomás de las casuchas de ladrillo anaranjado, de las adolescentes que toman mate y escuchan trap en la vereda y mueven sus cuerpos firmes mientras charlan y se ríen con toda la boca; de la ventana, un hueco en los ladrillos, donde una marica jovencísima mira el auto y sonríe y también se menea al son de una música que no escuchamos; ahí nomás en la esquina nos topamos con una manada de ovejas de lana sucia echadas abajo de unos árboles. Y en el baldío unas vacas. Y en el patio de una casa, gallinas.
Sabemos que a la vuelta de lo de Ramos hay una chanchería que fue rastrillada buscando restos del cuerpo de Tehuel.
No me quiero imaginar a mi hija ahí, tirada a los chanchos, dijo Norma.
Le preguntamos a una chica que está en la vereda con amigas. Mi tío vende lechones, dice y nos indica dos cuadras para abajo. Y después hay otro que vende, para el otro lado. Vamos primero a lo del tío. El hombre dice que no, que este año no está criando. Que el otro siempre tiene, que sigamos la calle, que nos vamos a dar cuenta porque adelante hay un basural, atrás la chanchería.
Una obra de vialidad impide el acceso. Las máquinas enormes, la ropa fosforescente de los obreros reunidos comiendo el almuerzo, son notas casi alegres en la miseria del paisaje.
Encontramos el basural, atrás se ve un chaperío: los chiqueros. Pegando la vuelta, dos cuadras, la casa de Ramos hecha escombros.
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Otro rastrillaje reciente se hizo en la laguna Tacurú. San Vicente es zona de humedales, pero esta laguna está seca hace años. Por eso parece absurdo que hayan convocado a buzos tácticos para la misión. El gps nos lleva hasta una tranquera, en un poste un cartel dice: propiedad privada. Atrás del alambrado se ve una pileta recién construida. También fue desmantelada, el fondo de cemento levantado, en busca de Tehuel.
Un auto rojo aparece por el camino, a toda velocidad, y frena justo al lado nuestro. El conductor, sin apagar el motor, con una amabilidad falsa, peligrosa, nos pregunta qué estamos haciendo ahí. Dice que en el grupo de whatsapp de los vecinos alertaron de un auto dando vueltas, de un muchacho sacando fotos… todo parece indicarnos a nosotros. Le decimos que estamos buscando la laguna. Él no le dice Tacurú si no Tucurú. Es campo privado, dice, no se puede pasar y además está seca, no hay nada que ver.
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Volvemos por la calle que pasa frente al Cementerio Parque. Desde la ventanilla, entre las placas y las flores veo unos pajarracos gigantes. Quiero bajar y verlos de cerca, estoy segura de que es una pareja de chajás. Los observo por un hueco en el cerco verde que rodea el cementerio. Dos chajás hermosos se pasean por el césped prolijo como el paño de una mesa de billar. ¿Qué hacen ahí? Tal vez igual que nosotros vinieron buscando la laguna Tacurú y la encontraron seca.
A veces Tehuel me pedía la moto y se iban con el hermano a la laguna, nos dijo Norma. Yo se la prestaba siempre porque era responsable mi hija, era cuidadoso con las cosas ajenas.
Habla de otro lugar, que no está seco.Todos le dicen simplemente la laguna pero se llama Laguna del Ojo. San Vicente se levanta frente a ella, aunque este mediodía se la ve tan hermosa que sería mejor decir que San Vicente se tiende a los pies de la laguna. Una parte de la superficie es un jardín flotante de aguapés florecidos, después el agua reverbera bajo el sol de este verano incipiente. Hay poca gente porque es viernes, pero los fines de semana me imagino el lugar repleto de familias y paseantes. A la noche adolescentes en motitos y bicicletas vendrán a escuchar música, tomar cerveza y chapar.
Miramos la laguna que Tehuel miró tantas veces antes que nosotros.
La miramos con fuerza como preguntándole a ella que se llama Ojo si lo vio, si sabe dónde está Tehuel.